REGRESO A TECOVÉ
Capítulo
II: La ansiedad y los recuerdos
Sin pisar
el césped, me quedo embelesado sobre el terraplén, contemplando la altura de
aquella colina. Subrayo en el almanaque de mi agenda la fecha de hoy: Jueves, 05 de enero. Entretanto, me
sacude la modorra el escandaloso chillar de una bocina; es el autobús que me transportó
hasta aquí; acaba de virar en una improvisada rotonda y “regresa a la
civilización”.
Emprendo mi
caminata y percibo el meneo de una lagartija que, trémula y cuan flecha, se encarrila
a ocultarse cerca de la cascada. Casualmente, ese es mi sendero; debo atravesar
la cascadilla de un salto, y seguir la fila de eucaliptos hasta llegar a la
calle que da después del arroyo.
Continúo
transitando los pasos que mi mapa mental me ordena, abriéndome paso por la
trocha.
-Ahí está¡¡¡
Un largo
tronco de cocotero recostado transversalmente sobre ambas orillas del arroyuelo;
es el único puente.
Recuerdo
cuando fracturé severamente mi pierna al lanzarme de él, me estrellé en la piedra
que se halla silenciosa a profundidad. Tonteras de adolescente. Lo hice para
impresionar a Raquel. Acababa de cumplir 16, ella tenía 14. Tuve que soportar acongojado
la befa y la mofa de los demás, y también soporté -apenado- su mirada punzante.
Súbitamente
aparece de nuevo ese vacío en las entrañas que me parte en dos.
Por fin, oficiando de equilibrista, y
balanceado sobre el puente-cocotero (sosteniéndome de los bejucos que cuelgan
de las ramas, con las cuales se forma un tupido techo verde) avanzo
cautelosamente hasta completar sus siete metros de largo; oteo desde la altura
los pececitos plateados, que seguramente morderán algún anzuelo siestero y, por
supuesto, fritados a la noche en una sartén con aroma de orégano.
Cruzo por tres
veces el puentecillo para acarrear de a uno mis bagajes; un céfiro inesperado arrebató mi pañuelo azul, voló caprichoso y descansó
sobre el agua cristalina, luego, la corriente lo hizo suya.
- Qué pena¡¡ mi pañuelo favorito.
Mientras eso ocurría, presto oído a las
picaras risitas de unos niños, que hondita en mano se encuentran trepados en el
mangal. Probablemente les causó gracia mi tropiezo, tras lograr la proeza de mi
cruzada.
-Buen día¡¡ les dije-, pero no fui correspondido,
por lo que proseguí con mi trayecto.
Presiento que
los chiquillos me siguen. Es normal. Yo también lo hacia cuando venía un extraño
al pueblo, pues eso, sí que era anormal. En aquella época no comprendía a qué
venía la gente en Tecové.
Súbitamente,
salen de sus escondrijos y huyen dando graciosos carcajeos, pasan raudamente a
mi lado. Se perseguían. Era una niña que intentaba alcanzar a un niño. Definitivamente,
yo no era importante para ellos. En realidad, no me asechaban a mí. Jugaban. Yo
era una circunstancia más para ellos. Sería igual si no estuviera siendo
testigo viviente de ese júbilo, daría igual si yo fuese un cordero o un árbol. Me
filtré cerca de ellos, casi les pisé los pies, y ni si siquiera se inmutaron.
Estaban ensimismados tirados en la pradera.
Me representaban una escena antigua del ciclo
en que habitaba este territorio. De adrede se repetía nuevamente el ataque en
la boca del estómago, esta vez, era tan intenso que se me enjugaron los ojos.
Debe ser el hambre, o la emoción y la nostalgia de retornar al pueblecito,
abrazar a mi venerable abuela y saludar a los cuantiosos parientes, .... y,
desde luego, ver la semblante de Raquel. No, mejor dicho, más que eso: la
mirada sin igual de Raquel.
Quizá, las
criaturas que retozaban a mis costados son crías de alguna de mis tías o primas.
Leí en una carta que la prima Esther estaba preñada por quinta vez, y solo tiene
29 años. Aquí, fácil es emparejar a las personas, requiere nada más el
contubernio dictador de los consuegros, no lleva más de cuarenta y cinco
minutos. Lo difícil: juntar a dos personas que sean etarios. Ya ven que a
Esther le tocó un viudo cuarentón. Lo utópico: que los consortes francamente se
quieran.
Ínterin que
froto con un papel desechable la frente y las mejillas, me percato de que se
acerca fatigosa una carreta. No trae carga, por lo que presumo que el conductor
viene de la chacra y se dirige a su rancho con el fin de almorzar.
-¡Tal vez sean tortillas¡¡¡ - Suspiré
Casi son
las doce. Detengo mi marcha en la bifurcación para permitir que pase primero el
auriga, y no obstruir el estrecho vial. Sin embargo, los rumiantes dejan de
avanzar precisamente al lado de mí. Dejo caer una de mis maletas y llevo mi
mano derecha sobre la frente -en forma de visera- para tapar el brilloso astro.
Y antes de que yo articule palabra alguna, se oye un adusto:
- Muchacho .... sube que tu
abuela me envió a buscarte.
Confundido,
pues no avisé mi venida, pero igualmente
exultado de no tener que andar media hora con los bultos, subí aparatosamente, escalando
la rueda gigantesca del carretón. Por poco caigo en el légamo, al moverse uno
de los bueyes, el cual es aquietado por un gruño de: - Oh, oh.
Una vez abordo
descubro feliz que el campesino que me ha librado del cansado viaje es el tío
Leonido, ya totalmente calvo y con la piel magullada por el trabajo.
- Arre¡¡¡ dijo- y
con un azote movilizó nuevamente el rupestre vehículo.
El paseo me
ahorró nada más que siete minutos de caminata, pero al menos no tengo arena en
los zapatos. Sí me he manchado la camisa con una materia gris-pastosa que
parece arcilla. Ya me habré tostado la cara. Mi aspecto -a esta altura- debe
ser parecido al del austero tío. No conversamos mucho; él se limitaba a
responder mis preguntas con un Si o un No.
Mi entrada
a la zona más poblada de Tecové daba la impresión de recrear aquello que
describen los libros antiguos, cuando un general pisaba la tierra romana con su
carro y su corsel, vuelto triunfante de la guerra, ovacionado por la multitud.
Aunque a
mí, nadie me saludaba, por más que les alzaba tímidamente la mano. Los
labriegos, sus esposas y sus hijos (algunos en brazos), todos salían a
presenciar álgidos mi “entrada triunfante”. No me desanimé, sé de lo renuente y
de lo conservador que es el aldeano con los desconocidos.
No obstante
a haber nacido entre ellos, no me identifican. Olvidaron que en mi puericia mataba
el tiempo con sus hijos, me nutría de su maíz y me refrescaba con el jugo de su
caña de azucar. Tal vez no den crédito a que alguien regrese a Tecové.
- Llegamos por fin- atiné a
decir.
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